jueves, 21 de abril de 2011

Gane cultura: robe un libro

El funcionamiento de la memoria es sorprendente. No hablo de memoria en un sentido político, filosófico, histórico, autobiográfico. Más bien, me refiero a la memoria como proceso biológico de codificación, almacenaje y recuperación de información. Los ficheros cerebrales parecen bien cerrados, protegen al usuario de sus propias experiencias y aprendizajes, y de pronto, sin previo aviso, los cajones se abren y las fichas salen despedidas por el aire como en la biblioteca de Los cazafantasmas. Dicen en la televisión —a mitad de camino entre la amenaza y el lugar común— que nadie resiste un archivo. Diría, más bien, que nadie resiste sus propios archivos y que por eso el organismo está diseñado para jugar a las escondidas con la información que administra.

Menciono todo esto a propósito de un archivo que se abrió en el momento inapropiado. Estaba por escribir acerca de cuánto me molesta la apología del robo de libros, apología que suele tener lugar en las vísperas de la Feria del Libro de Buenos Aires, y entonces el fichero saltó de su sitio y la información olvidada brotó a borbotones. La advertencia quedó flotando en el aire: si piensas arrojar la primera piedra, hombre, hazlo con disimulo.

No escasean, en esta época del año y en esta parte del mundo, los artículos periodísticos donde alguna persona relacionada con el difuso ámbito de “la cultura” señala —enfáticamente o al pasar— que alguna vez se llevó algún libro de alguna librería escondido bajo la campera o dentro de la cartera; que si no lo hizo, fue por torpeza antes que por algún prurito jurídico; que le parece muy bien que se roben libros (siempre que sea para leerlos y no para venderlos, se apostilla); que robar libros de librerías es un ejercicio que haría las delicias de Robin Hood, de David (el que noqueó a Goliat) y de cualquier bandolero rural convertido en héroe folklórico por el relato oral. Que robar libros significa mantener en alto el ideal romántico de la lectura, transgredir las reglas del mercado, restituir un gesto de espontaneidad y de pasión en un mundo de artefactos que se compran y se venden con apatía. Que robar libros es una forma —dice una pintada en una pared del callejón donde se encuentra mi librería paceña favorita, Yachaywasi— de ganar cultura.

Y así, cuando estaba a punto de refutar esta noción francamente boba (todavía no había desarrollado sólidos argumentos, más allá de que robar es robar y punto, pero ya se me ocurriría algo), recordé con horror que una noche, durante un súbito apagón en una importante librería de la avenida Corrientes de Buenos Aires, manoteé en la oscuridad cada ejemplar que tanteé a dos metros a la redonda. Y que básicamente poblé más de un estante de mi biblioteca con los volúmenes que escondía en una carpeta roja, con el escudo de Independiente, que usaba en la universidad en los primeros años de la década de 1990 (había una librería sobre la avenida Callao, a media cuadra del bar Los Galgos, que se me antojaba un blanco facilísimo pues el tipo que la atendía siempre estaba leyendo o hablando por teléfono). Y por fin, que obtuve uno de los primeros libros que recuerdo con agrado, un pequeño manual para convertirse en agente secreto, escondiéndolo entre las ropas de mi hermana menor en una pequeña tienda de la peatonal marplatense. Si yo tenía ocho o nueve años, entonces ella tenía cinco o seis.

Acaso se pueda predicar a pecadores desde la voz del converso, acaso se pueda estar a favor de que los libreros capturen a los rateros y les rompan algunos huesos desde la voz del arrepentido, del sujeto social exitosamente reformado. ¿Pero arrojar la primera piedra con la consciencia libre de cargos?
No, al menos, si uno tiene memoria.

Foto realizada por Marcelo Pisarro

Fuente: Facebook: /nerdsallstar

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